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Todos iguales

Uno tiene que decir en un determinado momento como quiere tratar al resto de personas por defecto, es decir, como afronta alguien la interacción con un desconocido de base, antes de saber se te va a caer bien o mal, si tu relación va a ser beneficiosa o no y demás. Hay que elegirlo aunque no seamos conscientes de que lo hemos elegido porque la inocencia de los niños al juntarse con cualquiera al final se pierde y hay que sustituirla por otra cosa. Y yo tengo una propuesta.

Hay muchas formas de ver este asunto, muchas de las cuales tienen ramificaciones y consecuencias brutales en lo que viene a ser la vida real. Separar por características físicas, por ejemplo, es una forma de enfrentar este problema. Y no hemos andado cortos de racismo en la historia de la humanidad. Otra forma de verlo es rechazar de plano a cualquiera que no se conozca. Es una forma más extrema de la anterior, aunque curiosamente menos moralmente reprobable, dado que se enfrenta uno a todos independientemente de sus características. Un ejemplo podría ser lo que llamamos desde el mundo civilizado “La Tribu de la Isla Sentinel”, que ataca con flechas y malas intenciones a todos los que se acercan. Al otro lado es más difícil encontrar buenos representantes, porque hasta los más optimistas reconocen que no todo el mundo tiene buenas intenciones con todo el mundo, pero probablemente el mejor ejemplo sea la declaración de los derechos humanos, que recoge la dignidad de cada humano solo por ser un humanos, sin importar nada más.

Sentineleses siendo molestados por un dron

Mi forma de verlo es una especie de camino intermedio. Y como todo camino, empieza por el primer paso, que en este caso es entender que nadie es realmente relevante. Sin que haga falta entrar mucho en detalles, la probabilidad de una persona individual existiendo es tan absurdamente reducida que no se puede sino considerar a cada cual una casualidad. Una pequeñísima probabilidad que se ha conseguido convertir en realidad. Una vez entiendes esto no es complicado dar el salto a que en el fondo todos somos necesariamente iguales. Sin países, religiones, dinero y demás parafernalia que hemos construido a lo largo de generaciones, todos somos una causalidad cósmica. Las diferencias en las que nos basamos para separarnos están absolutamente fuera del control de cualquiera de nosotros y por tanto son despreciables. Yo no puedo evitar que alguien sea negro. Y un negro no puede evitar ser negro, ni evitar que el de más allá sea blanco. Igual que no puedo evitar haber nacido donde he nacido ni que el del continente de enfrente haya nacido donde ha nacido. Y si es inevitable, fijarse en ello no sirve más que para perder el tiempo.

Por lo tanto, todos somos iguales, porque nuestras diferencias son irrelevantes. Ahora, ¿iguales cómo? Porque no es lo mismo ser iguales por arriba, donde todo el mundo es igual de necesario e importante, que por abajo, donde nadie es realmente importante. Ser iguales por arriba es lo que busca la declaración de los derechos humanos, que da los mismos derechos inalienables e inherentes al que oprime que al oprimido, al necesitado y al egoísta, al genocida y a la víctima. A mí no me parece adecuada esa forma de enfrentarse a este problema. Centrar al ser humano, elevarlo en el centro de nuestro pensamiento como lo más importante del universo da muchos problemas. En cierta medida muchos de los problemas ecológicos que tenemos vienen de que los humanos pensamos que somos más importantes que la Tierra, que los animales y plantas que la habitan y que los procesos que durante milenios la han moldeado. Y espera a que lleguemos a Marte. Muchos de los problemas sociales vienen también de esa forma de ver al humano como la cúspide: si consigues que un grupo de personas no se considere humano ya tienes hecho todo el trabajo. Por eso hay que igualar por abajo.

Esta imagen tan horrible muestra el motivo principal por lo que esto no funciona

Igualar por abajo además tiene el valor añadido que quienes se piensan por encima se molestan mucho por ello, que ya solo por eso merece la pena. Pero lo cierto es que todos somos exactamente iguales en nuestra irrelevancia y el universo va a seguir existiendo con a si nosotros. Nadie realmente tiene ningún derecho a estar aquí, igual que nadie tiene realmente ningún derecho a echar a otro de aquí. Y en esas circunstancias lo más razonable parece ser conseguir que todos los que estamos aquí, queramos o no, sin ningún derecho para estar y sin ninguna obligación de no estar, nos llevemos lo mejor posible. Porque la posibilidad de llevarnos bien es exactamente igual de improbable que la posibilidad de llevarnos mal, pero además requiere menos esfuerzo tanto individual como social. La guerra, la violencia y el odio requieren mucho esfuerzo que directamente podríamos estarnos ahorrando solo con decidir ahorrárnoslo. Pero esta idea que parece tan absurdamente simple tiene como paso previo el que todos asumamos nuestra absoluta irrelevancia y abandonemos todos los derechos que creemos que tenemos. Y eso es muy difícil porque hay mucha gente que se quiere demasiado a sí misma como para asumir su propia realdiad.

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