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Solo le pido a Dios

Solo le pido a Dios, dice la canción, que la guerra no me sea indiferente. Pues parece que Mercedes Sosa y Ana Belén no lo cantaron suficientemente fuerte, porque la guerra nos está siendo totalmente indiferente. Podría parecer que no, porque está e todos los telediarios y se habla constantemente de ello por redes sociales, pero no es sólo el que se hable de algo, es el cómo se habla de ello. Y de esta guerra, la Ruso-ucraniana se habla como que fuera un reality show, y eso teniendo suerte, porque del resto de guerras del mundo ni siquiera se habla. Comentamos cifras, movimientos estratégicos, masacres y atrocidades con el asepticismo de sabernos a distancia de ello. Hablamos de y nos indignamos con el trato que Ucrania está dando a sus refugiados o de la innecesaria escalada belicista de Putin, pero sin creérnoslo realmente. Hacemos y escuchamos sesudos análisis de la más mínima minucia de la guerra como si significasen algo para hacer como que nos preocupamos. Sí, hay concentraciones en contra de la guerra y parece que el sentir general es que la guerra es absurda, pero lo cierto es que cada cual únicamente la aprovecha para llevársela a su parcela y hablar en contra de la OTAN, de Rusia, del comunismo o del capitalismo. Nadie habla en contra de la guerra en sí misma porque a nadie le interesa el hecho, solo el beneficio social que se puede sacar al respecto.

Solo le pido a Dios, sigue la canción, que el engaño no me sea indiferente. En una guerra moderna como esta, el engaño es una de las armas más poderosas. Si las famosas fake news ya campaban a sus anchas antes de un evento de esta magnitud, imaginad como se moverán ahora con más apoyo institucional y mediático. Ya en los primeros días hemos podido ver como una cadena nacional de las principales utilizaba imágenes de un videojuego como que fueran del conflicto. El aparato propagandístico siempre ha sido una parte importante de la guerra, incluso en la antigüedad, es solo que ahora tiene una repercusión global en cuestión de instantes. El problema es que llevamos tanto tiempo conviviendo con ellas que ya nos dan igual. También nos son indiferentes. Como mucho remarcamos que algo en concreto es una noticia falsa si por casualidad nos encontramos a alguien que la ha desmontado, pero es lo más lejos que vamos a llegar al respecto. La verdad lleva mucho tiempo enterrada bajo el contenido amarillista capaz de generar un mayor número de clics.

Solo le pido a Dios, dice el siguiente verso, que lo injusto no me sea indiferente. Es cierto que “lo injusto” es un paraguas muy amplio, pero injusticias tenemos a patadas a nuestro alrededor, incluso cuando no tenemos en cuenta la guerra y sus consecuencias. Tras una pandemia y con una economía recuperada a base de joder a las personas, ¿dónde está la justicia? Con todo lo que está pasando quién puede permitirse acordarse de las personas a las que desahucian o de las que pierden servicios esenciales cada día o de los que ven morir a sus pueblos porque no hay interés en salvarlos. Lo injusto nos rodea tanto que no tenemos capacidad para prestarle atención a todo y así, la mayoría de la injusticia nos resulta indiferente, no por gusto, sino por falta de capacidad.

Solo le pido a Dios, dice en otro verso, que el futuro no me sea indiferente. Pero, ¿cómo no va a ser el futuro indiferente si este es el presente que tenemos? Después de una crisis, una pandemia y lo que quizá escale hasta un conflicto bélico de grandes dimensiones, ¿qué más puede tirarnos el futuro? ¿Qué más da lo que nos tire? Como dije en la anterior entrada, estamos criando una (o varias) generación perdida a la que se le ha vendido un futuro que no existe y que va a encontrar un mundo que se cae a pedazos por todas partes. Todo es un caos y un desastre y no tiene ningún viso de arreglarse en un futuro cercano, así que ¿para qué preocuparse por el futuro?

¿Y lo peor de todo esto? Que todo este (justificado) impulso nihilista va a aprovecharlo el capitalismo y a asumirlo, como asume todo lo demás para transformarlo en un consumismo absurdo, como ya está ocurriendo. El orden que no encontramos en el mundo lo buscamos en Google. La tranquilidad de tener el control que no podemos encontrar en ningún otro sitio está en la palma de nuestra mano con Netflix. En vez de pedirle las cosas a Dios, se las pedimos a Amazon. Y así, sin solucionar nada, al menos olvidamos nuestros problemas y los problemas del mundo por un rato mientras esperamos nuestro paquete o a que se cargue la página. La realidad es que no vivimos en una distopía cyberpunk, pero que cada vez nos falta menos. Y si se llama distopía es por algo.

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