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La culpa fue de Jack London

Que la palabra escrita puede tener un gran poder no es algo de lo que se pueda dudar. La posibilidad de convertir ideas en algo tangible y por tanto hacerlas más “reales” no es algo baladí. No hace falta nombrarlo para saber que hay un libro en concreto que lleva 2.000 años liándola parda y que otros parecidos llevan diferentes periodos de tiempo haciendo tres cuartas partes de lo mismo. Evidentemente, esos libros que destrozan o construyen cientos o miles de vidas se escribieron con intención de que sirvieran para ello. La ficción, generalmente, no. La ficción ha servido desde siempre como una forma de entretenimiento y desde siempre también ha intentado a la vez transmitir alguna idea, solo que de forma mucho menos directa. Uno de los autores que más evidencia esto es Jack London, del que ya hablé hace un tiempo aquí.

Jack London, para cualquiera que lea alguna de sus novelas, especialmente las que se centran en las tierras salvajes de Canadá, es un vendedor de primera. Es espectacular cómo es capaz de hacerte sentir la llamada de lo salvaje (jeje) poniendo una palabra tras otra en un papel. Curiosamente, London únicamente vivió parte de lo que escribió y eso estuvo bastante cerca de matarlo. Probablemente la mayoría de lo que escribió viniera de historias que oyese de otros pobres desgraciados como él que viajaron al norte buscando algo de lo que vivir. Sin embargo y a pesar de las terribles condiciones vitales y laborales que sufrió durante alrededor de un año, que entre otras cosas le hicieron virar y afianzar ideas de izquierda “radical”, decidió escribir sobre como las tierras salvajes convierten a una persona en la versión más real de sí mismo. Sobre esta decisión tuvo bastante peso el hecho de que ese formato y temática estaban extremadamente de moda en su época y él quería ganar todo el dinero posible. Y aunque fuera literatura de moda y completamente “palomitera”, tenía algo que lo hacía especial, probablemente la realidad de sus experiencias, y que ha hecho que varias generaciones lo lean, mucho después de su muerte y del modo de vida que describe. Uno de esos lectores fue Alex Supertramp.

Alex Supertramp, de nacimiento Christopher McCandless, fue un joven que leyó a London (y a Thoreau y a Tolstoi) y decidió que la vida salvaje era lo suyo. Dejó una vida acomodada atrás y se dedicó a vagabundear y recorrer los EEUU un par de años hasta que en 1991 y con apenas 24 años se fué a Alaska con poco más de unos pocos libros y el conocimiento de una semana de estudio del entorno en una biblioteca universitaria a intentar sobrevivir en lo salvaje y encontrarse a sí mismo. Tras tres meses en completa soledad y viviendo de 5 kilos de arroz y lo que fue capaz de conseguir con sus propias manos (y una escopeta de calibre pequeño), acabó sucumbiendo a una larga agonía causada por el envenenamiento accidental debido a una falta de información que no hubiera podido conseguir de ninguna manera pues era algo desconocido para la propia ciencia (al menos según lo cuenta Krakauer, autor de Hacia rutas salvajes).

La reacción a la muerte de Alex fue la que se podía esperar: por un lado los que le acusaban de un desconocimiento y una visión romántica digna de un niño y los que le alaban por atreverse a intentar cumplir sus sueños incluso hasta el punto de morir por ellos. Mi opinión se acerca muchísimo más hacia los segundos que hacia los primeros, aunque es cierto que únicamente conozco la versión de Krakauer. Sin embargo, doy credibilidad a este punto de vista por la inmensa cantidad de testimonios que recoge. Cuando la familia cercana del muerto te dice que seguramente estaría contento de morir como lo hizo en base a su forma de ser y sus necesidades espirituales, pues personalmente opino que mejor morir como se quiere que seguir viviendo en una tortura.

Alex es una de esas figuras que, aunque polémicas e (irónicamente) romantizadas, me atraen de forma casi obsesiva. Las vidas heterodoxas que lo son por decisión de la propia persona son algo de lo que no puedo dejar de informarme. Me apasionan. Y Alex en concreto es una que resuena mucho conmigo mismo. Durante muchos años he tenido fantasías escapistas sobre “lo salvaje” y volver a una vida más “auténtica” y la verdad es que las sigo teniendo. Sé perfectamente que ese tipo de vida requiere un esfuerzo y unas molestias tan grandes que probablemente no merezcan la pena, pero siento que hasta que no lo pruebe no lo sabré. Además esto entronca con el tema de la ecología, que también me interesa mucho.

Quizá Jack London tuviera la culpa de la muerte de Alex, pero también fue el culpable de que viviera como realmente quería. Lo cierto es que en esta vida lo único que tenemos por seguro es que se acaba y vivir como uno siente que debe hacerse quizá sea el camino correcto, pese a que ello nos lleve a sufrimientos. Al fin y al cabo, sobrecogerse por el sentimiento de libertad que aparece cuando haces lo que de verdad quieres puede ser suficiente para alimentar un alma, incluso aunque el cuerpo esté muriendo de hambre.

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