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Una defensa de la #EspañaVaciada

Aconsejaba Heidegger que para vivir una vida plena se debía visitar cementerios de vez en cuando. Eso es algo que en Castilla ya sabíamos desde hace incontables generaciones, merced del cristianismo que ayudó a construir nuestra cultura a lo largo de los siglos. Hoy, desgraciadamente, son esos mismos cementerios el único motivo que tienen muchos para regresar a sus raíces, a sus pueblos. Este pasado viernes, el primero de Noviembre y día de Todos los Santos es un doloroso recordatorio de esto. La Castilla rural, el mundo rural en general, se ha convertido en un gigantesco cementerio donde sólo los recuerdos y los restos de las generaciones pasadas esperan a los vivos, incapaz de luchar contra este mundo moderno, rápido e hiperproductivo. 

Pero no nos llevemos a engaño, el mundo rural no está muriendo: está siendo deliberadamente asesinado. Está siendo asesina porque es menos productivo, porque hace más complicado el comercio, porque la vida rural no se ajusta al mundo globalizado que todo lo engulle. La muerte de lo rural no responde a circunstancias históricas, responde a circunstancias económicas. Y no es un proceso reciente, es algo que se lleva gestando y desarrollando años, décadas, incluso siglos podríamos decir. El éxodo rural, propiciado por la falta de posibilidades económicas para las nuevas generaciones, que se ven obligadas a marcharse a la ciudad, es una de las señas de identidad del capitalismo. Y si uno se descuida, la ciudad te quita todo lo que la estorbe. Son ya generaciones de familias que han salido de los pueblos para no volver jamás, porque en los pueblos nada les queda. Los abuelos (o padres), mueren o acaban en residencias, donde pueden ser atendidos sin necesidad de invertir el tiempo que necesitamos para nuestro trabajo hiperconectado. Los recuerdos de una infancia feliz corriendo entre matas, descubriendo mariposas, bañándose en el río y explorando y descubriendo se sustituyen por experiencias artificiales para nuestros hijos en complejos enormes diseñados para funcionar como vía de ocio completo durante los fines de semana. La vida moderna hace desaparecer la vida arcaica y poco productiva, pero tranquila y más humana de los pueblos. Se matan los pueblos para que vivan las fábricas. 

Y hay muchos que intentan luchar contra ello, que se aferran con todas sus fuerzas a sus pueblos, a sus raíces. Pero de las ideas y los recuerdos no se vive. De tener servicios médicos cercanos, rápidos y preparados, sí. De tener tiendas en las que poder comprar, de no tener que ir al pueblo grande de la comarca si necesitas un producto, también. Y lo estamos perdiendo. Los pocos capaces de vivir en los pueblos ven como poco a poco dependen casi por completo del cordón umbilical que es la ciudad o el pueblo grande de turno. Y esa situación es insostenible para algunos y sobre todo, para sus familias. Los viejos y las viejas de pueblo no desean más que seguir viviendo y morir como han hecho toda la vida, pero este mundo frenético se lo impide. Ya apenas queda tiempo para que los niños aprendan, ni siquiera durante los veranos como hizo mi generación. Ya nadie escucha a los viejos de pueblo, que van muriendo poco a poco, dejando a sus hijos y nietos cada vez más desconectados de la naturaleza, de esa convivencia con el mundo tan necesaria y tan importante. Ya sólo se visitan los cementerios y los bares apenas tienen clientes, ya solo hay gente en el pueblo durante la fiesta y los inviernos parecen cada vez más largos pese a ser cada vez más cortos. Ya quedan pocos que sepan el nombre de cada árbol, de cada pájaro, orientarse solo de un vistazo, recoger todo lo que la naturaleza ofrece y convertirlo en algo mejor. Ya quedan pocos pastores, pocos labradores y ningún Tío Ratero o montanero. Cada vez quedan menos viejos de pueblo, ya sólo quedan viejos que están en el pueblo. Cada vez menos abuelos que cuentan historias de cómo se trabajaba con las manos y cada vez menos hijos y nietos a los que esas historias les interesen. Y así es como muere una cultura, una cultura tradicional de la que todavía queda tanto por aprender, pero que se deshecha por vieja y poco productiva. Cada vez quedan menos pueblos y más ruinas. 

Y es precisamente en estos tiempos rápidos, locos, cambiantes e inciertos como ningún otro donde tenemos que poner en valor esta cultura de los pueblos. Zygmunt Bauman acuñó para este momento de la historia el término de “modernidad líquida”, pues al igual que los líquidos, ahora mismo nuestra vida y nuestra sociedad no tienen una forma definida y cambian constantemente, adaptándose a fuerzas muy alejadas de nuestro control. Frente a esta liquidez de la vida, que nos absorbe y nos utiliza como simples peones en su partida de ajedrez, los pueblos y la vida rural representan la solidez de una vida más tranquila, donde podemos encontrar nuestro lugar y desarrollarnos como personas con menos presión externa para que encajemos en la máquina. La solidez de una vida tranquila y realmente social, compartida, con ayuda mutua, conociendo de verdad a tus vecinos… Parece una utopía ahora mismo, pero hasta no hace tanto tiempo era la forma predominante de vida en España, y algún tiempo más atrás en todo el mundo. Es posible enfrentarse a la modernidad líquida con la solidez del pasado (ojo, cogiendo sólo lo realmente positivo, que en el pasado hay muchas cosas que es mejor dejar allí), es posible enfrentar el frenesí de la ciudad con la tranquilidad del pueblo, es posible afrontar el futuro con las pistas que nos dejamos en el pasado. 

Luchemos por nuestros pueblos, luchemos por ese estilo de vida más relajado y conectado con la realidad del presente que nuestros abuelos construyeron. Recordemos esas lecciones, amemos el campo, el monte, la montaña, los arroyos, la vida, como ellos lo hacían. Paradójicamente debemos mirar atrás para avanzar de nuevo hacia adelante. Los pueblos y su estilo de vida representan un enfrentamiento directo al estilo de vida moderno y devorador que está destruyendo el planeta, los países y a las personas. La España rural está vacía pero podemos volver a llenarla. Porque la mejor manera de mantener la memoria de los pueblos es hacer que los pueblos sigan vivos. Porque la mejor manera de arreglar el mundo es volver a lo que sabemos que funciona. Porque nuestros abuelos lo hicieron y nosotros podemos volver a hacerlo.

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