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Estética, ética, poesía y capitalismo

Cuando se dice que todo es político es porque cualquier acto humano está mediado por las ideologías en las que se da. La ideología dominante y la versión ideológica de la persona o personas que lo hacen, ambas afectan al proceso de múltiples maneras. Ideas que quizá fueran magníficas no llegan a realizarse o se quedan en el olvido más absoluto mientras que otras, ampliamente reconocidas como basura, llegan a públicos amplios y a reproducirse una y otra vez como la, aparentemente, única forma de éxito posible.

La producción cultural no es una excepción. Por mucho que haya creadores que quieran verse como ajenos a los condicionantes sociales en los que todos nos movemos, lo cierto es que tienen la suerte o la desgracia de ser personas como cualquier otras.

Las obras artísticas son productos del trabajo humano, lo que no significa necesariamente lo mismo que productos de mercado, pero ata suficientemente el arte a la realidad en la que se desarrolla toda la actividad humana. La poesía, por su propia forma, tiene dos atributos especiales dentro de las obras de arte, que comparten con otras formas de arte, pero de los que se “beneficia” desproporcionadamente debido a que generalmente se da en obras minúsculas en duración y tiempo efectivo de creación si lo comparamos con prácticamente cualquier otra forma de producción literaria.

El más importante de estos atributos es la facilidad de soporte. La poesía no requiere soporte especial ni para crearla ni para reproducirla. Cualquier soporte en el que se pueda introducir texto es suficiente para la poesía, desde un procesador de textos digital en un ordenador avanzado hasta el barro que queda en el suelo tras la lluvia. Y esto no pretende ser una visión mística de la poesía, si no una simple constatación de que generalmente se da en textos cortos, que ocupan muy poco espacio porque apenas se componen de unas pocas líneas que generalmente no se llenan del todo.

El otro atributo, que aunque a mi parecer es menos relevante, sí es claramente distintivo de la poesía, es la posibilidad de fragmentarse y mantener un sentido.Y sí, claro que contextualizada cualquier cosa se entiende mejor, pero si nos ponemos a fragmentar obras, no hay ninguna otra forma de arte que se dé tan bien a ello como la poesía. Y es que hay casos de versos que trascienden el poema en el que están inscritos para gozar de una fama propia.

Quien hace poesía, como quien hace cualquier otra cosa, tiene que tomar una serie de decisiones conscientes al respecto. Decisiones que, en este caso, van desde el tema que trata y la profundidad con la que lo hace hasta cosas más “ajenas”, como pueda ser el estilo, la métrica o el tipo de rima. Si todo es político, y todo lo es, estas decisiones no solo están influenciadas por la política, si no que además presentan el ideario político de quien las toma al mundo. Y este es un medio que se ha vendido completamente al capitalismo dominante y ha abandonado en buena medida su rica tradición inmediatamente anterior. Los temas y estilos que triunfaban hace cien o ciento cincuenta años son ahora poco más que recuerdos. Y creo que eso es culpa de la propia poesía.

Hablemos claro: el capitalismo tiene una magnífica virtud que es la absorber todo aquello que aparece en su seno y convertirlo en una nueva arma para sí mismo o relegar a una periferia muy periférica todo lo que considera imposible de absorber. La poesía, por su parte y especialmente gracias a los cambios que ha sufrido en los últimos doscientos cincuenta años, no tiene una serie de reglas evidentes que deba seguir. No creo para nada que esto sea algo negativo, pero es evidente que es más fácil moldear lo que no tiene durezas. Cualquiera puede hacer poesía y cualquier cosa puede ser poesía, lo cual es maravilloso, pero también es extremadamente explotable.

La poesía del capitalismo tardío, la que llena los estantes de las tiendas, vende en las páginas de internet y en general copa todas las métricas de éxito comercial, no es más que una pantomima. Una copia reblandecida de ideas que ya estaban agotadas al momento de nacer y que busca generar una sensación de ruptura con un sistema que no solo acepta, si no que necesariamente defiende, por lo que no plantea siquiera motivos o intenciones. Por supuesto que se sigue haciendo poesía que se aleja de esto, poesía que quiere decir algo de verdad y que utiliza un medio que históricamente ha servido muy bien a ese propósito, pero es una minoría y está generalmente alejada de la corriente comercial.

La primera decisión que se toma al escribir un poema (o al hacer prácticamente cualquier cosa) es por qué invertir tu tiempo y tu esfuerzo en ello en lugar de en cualquier otra cosa. Justificar el propio acto. Y es una decisión completamente humana y completamente ética. La justificación requiere pensar qué cosas hay a favor, qué cosas en contra y elegir hacerlo pese a todo. Y motivos hay muchos, cada cuál tendrá los suyos, pero esta primera decisión es completamente fundamental y afectará muy notablemente a todas las decisiones posteriores sobre la obra. Si se elige hacer poesía por dinero, los poemas entrarán en una lógica comercial en la que se reducirá en lo posible el coste y se aumentará en lo posible el beneficio. Nadie puede vivir de escribir un poema cada tres años. Esta primera decisión afectará a la obra en sí, pero también al tratamiento de la misma. La publicación, hacerla o no y como, las posibilidades de reproducción, las personas a las que enseñarlas el producto a mitad de camino, reconocer siquiera que se está haciendo… todo ello tiene una deuda importante con esta primera decisión.

Ahora lo que está de moda es el llamado “realismo sucio” (que a mi personalmente me parece una puta mierda que no tiene nada de realismo ni de sucio), fórmula que se repite una y otra vez en los textos de las contracubiertas de los propios libros y en las páginas web de venta y que consiste en el verso libre en poemas de pocos versos que parecen muy profundos y tratan temas “adultos” como el sexo o la depresión. Probablemente te suene de los libros de la sección de poesía de cualquier tienda y del instagram de la persona más completamente insufrible que conoces. Y aun no habiendo nada inherentemente negativo en el verso libre, los poemas de pocos versos o siquiera en el realismo sucio, es evidente que ese estilo se escoge para vender y no porque quien lo escoge sienta que es la mejor forma de expresar lo que quiere expresar.

Al contrario de lo que parece creer la industria editorial, lo cierto es que los lectores no son (somos) idiotas y podemos apreciar cuando algo está hecho sin esfuerzo y sin intención. Se nota cuando una obra se hace desde la necesidad vital de hacerla y cuando no. El amor y la intención que se vierten en el proceso dejan una huella indeleble en los pequeños detalles. Cuando lo que se busca es el resultado final, no hay tiempo para que esos detalles florezcan. Cuando el texto tiene que ajustarse a los estándares de la industria para llegar a la mayor cantidad de público posible y, en consecuencia, tener más compradores potenciales, se elimina cualquier roce o chirrido discordante y se deja un producto mondo y suave que no va a molestar a nadie. Nadie que realmente escribiese por querer escribir aceptaría que sus obras acabasen así. Solo quien quiere vender asume el coste artístico de la industria.

Por desgracia, existe una masa de autores que no quieren escribir, pero quieren ser escritores. Fetichizan el medio hasta tal punto que son capaces de cualquier cosa con tal de formar parte pública del mismo. Y con esa intención, que quizá fuera buena en su origen, se arrojan a la versión descafeinada, aburrida y, francamente, absurda, de la literatura editorial del capitalismo tardío. Y por ello, tenemos a escritores autopublicados a los que absolutamente nadie hace caso escribiendo en un estilo editorial, vacío de intención e imitando todo lo posible a las grandes obras superventas. Grandes obras superventas que son eso, superventas, pero que pierden la vigencia y el interés en plazos de tiempo cada vez menores, pues esta no se debe a la calidad de la obra ni a la innovación que introduzca, si no a campañas de publicidad con una duración determinada que a lo sumo durarán lo que dure vivo el autor que es la cara visible de las mismas.

Y claro que la poesía no es el único estilo artístico en el que esto pasa. La industria musical es muy parecida, por ejemplo, pero la poesía tiene una historia más profunda y rica y, sobre todo, más alargada y más reflejada (al menos estéticamente) en el ideario colectivo como algo propio, algo aparte tanto de la vida cotidiana como de la literatura en general (aunque como en todo, hay opiniones al respecto). Y es esta historia la que sirve de espejo en el que los superventas actuales se reflejan y los que les fuerzan a montar la pantomima de la profundidad de los textos y las ideas. Y es que la poesía del primer y segundo tercio del siglo XX (al menos la que es en español) tiene una fuerza artística y política completamente inalcanzable para la poesía industrial, pero sigue siendo lo suficientemente cercana y accesible como para necesitar competir con ella. Pintarse de profundo, maduro, adulto y “realista” pero sin serlo es la idea que tienen de poesía quienes no quieren escribir poesía pero sí quieren ser poetas.

Bukowski, aunque no tenga la culpa, ha creado un movimiento de personas que se piensan que son Bukowski y solo por escribir de emborracharse, follar y poco más ya hacen buenos poemas. Lo que olvidan es que Bukowski escribía sobre eso no porque le pareciera interesante, si no porque era lo que conocía. Y no es los mismo el sufrimiento de Bukowski o Gil de Biedma que el sufrimiento de quien no consigue follar pese a publicar poesía en instagram. Y, pensando que probablemente para una persona sea mejor que su mayor problema se quede en no poder follar que en no poder comer o en ser adicto o en ser gay durante el franquismo, lo cierto es que ese sufrimiento se nota perfectamente en las obras de unos y otros.

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