Sobre España, la identidad cultural española y la de los pueblos que en ella se engloban se ha escrito mucho. Unos dicen que roba, otros dicen que impone y lo único que se puede sacar en claro es que, como siempre, casi nadie está contento. Ni siquiera la propia Constitución parece ponerse de acuerdo respecto a si España es un pueblo o son varios, usando un poco a discreción ambos términos según convenga.
Yo sí creo en que exista una identidad cultural española, pero a la vez creo que no existe. Fuera de nuestras fronteras existe algo llamado España que cuenta con una homogeneidad aplicable a prácticamente cualquier estado, pero dentro de las mismas, las divisiones son notables para quien las vive día a día. Esto no es particularmente extraño, pasa con la proyección al exterior de muchos países. No creo que de verdad alguien piense que se puede englobar a 1.400.000.000 millones de personas bajo el nombre de “chinos” mientras nosotros nos dedicamos aquí a pelearnos con el vecino porque si tu haces A yo hago B. Pero creo, también, que la historia reciente nos coloca en una situación especial al respecto. Porque como para todo en España, somos herederos del franquismo y la modélica transición.
No es un secreto que el fascismo, del que como muy mínimo el franquismo toma mucha inspiración, busca construir una idea de patria ideal hacia la que se aspira y fuera de la cual no debería poder existir nada. No es secreto que el franquismo se dedicó a intentar eliminar las lenguas españolas que no fueran el castellano, como tampoco es un secreto que tras unas décadas de autarquía y vacío por la comunidad internacional, España comenzó a abrirse al mundo aún con el Tío Paco vivo y dando órdenes. Y es en ese proceso de apertura donde se crea la identidad cultural española que se exporta al extranjero, esa idea de sol, playa y fiesta cuyo objetivo no era si no traer turismo a un país que necesitaba legitimidad internacional como el comer y que, tras la modélica transición y como con muchas otras cosas hechas por el franquismo, se mantuvo durante el último cuarto del siglo XX. Y esta identidad cultural española, la que está dirigida al turismo y al exterior, no tiene tiempo ni necesidad de meterse en complicaciones. Su intención y objetivo es dar una idea clara y llamativa del país, sin que sea necesario que sea verdadera o suficiente. Para ello coge aquello que destaca más y lo magnifica, ignorando completamente el resto. Por eso somos (para el mundo) el país de los toros, el flamenco, la paella y la sangría.
Dentro del país, sin embargo, el sentir es otro. Culturas ricas y complejas desaparecen o se encuentran relegadas a poco más que ferias (la de Abril, en concreto), el estado central no toma en cuenta más que aquello que le conviene para seguir vendiendo esa imagen exterior e ignora las expresiones culturales más locales, que se elevan a sí mismas Comunidad Autónoma, creando una nueva imagen exterior concreta y claramente delimitada, repitiendo el proceso a un menor tamaño. ¿Hay algo más en Aragón que Zaragoza? ¿Existe Castilla más allá de La Mancha? ¿Vive siquiera alguien en el interior de Galicia? Al final la pela es la pela, y donde se puede ganar un poco más no se pierde oportunidad, aunque eso signifique destrozar y olvidar algunas herencias culturales y convertir el resto en pantomimas de sí mismas para que quien venga un fin de semana no se vaya con la sensación de que no ha entendido nada. Este modelo turístico y el modelo cultural que se deriva del mismo, como todo en el capitalismo tardío, es cortoplacista y extractivista. Nada importa por sí mismo ni por lo que pueda significar para las personas, solo importa por la posibilidad que tenga de generar dinero. Y puede incluso que lo que se está perdiendo no sea realmente útil, puede incluso que esté mejor perdido, pero eso no significa que haya que tirarlo todo a cambio de unas pesetas, pues si el capitalismo ha demostrado algo es que no distingue entre aquello que es bueno para las personas y aquello que no y que no le importa sacrificar ni una ni otra cosa si con ello consigue seguir aumentando su capacidad productiva.
Creo que hay mucho valor en las culturas que existen en nuestro país, incluso más del que tienen simplemente por ser. Creo que las características históricas, políticas y geográficas han creado un tapiz amplísimo y diferenciado del que se pueden sacar muchas cosas muy interesantes (como en cualquier otra parte, vamos) y creo que es posible que el diálogo entre estas culturas nos lleve a crear cosas maravillosas, pero también creo que para ello es necesaria una honestidad intelectual y una amplitud de miras a las que el capitalismo y la organización estatal (al menos la actual) son incapaces de llegar. Creo que es una conversación que para llegar a algún punto no puede empezar con los toros, el flamenco, la paella y la sangría y que, sobre todo, no puede estar mediada por la intención de lucrarse. Creo que tenemos que construirla directamente entre quienes construimos las culturas, que, al final, somos quienes las vivimos.
Esta entrada es más o menos una continuación de la del pádel y los frontones que puede leer aquí . Soy consciente de que esta absurda cruzada mía contra las pistas de pádel se me está yendo de las manos, pero es que cada nueva información que consigo refuerza mis ideas. Y sí, sé que las pistas de pádel son solo un síntoma de una enfermedad mucho más profunda y dolorosa, pero me sirven para explicarme. Pongamos como ejemplo las instrucciones para el uso de la pista de pádel que he fotografiado en el tablón de anuncios de mi pueblo (la parte que se ve mal es porque el cristal está dañado). Vayamos por orden: Lo primero es recordar que la pista está cerrada y hay que pedir la llave. Cualquiera con buenas intenciones podría pensar que esto se hace para que no se pierda tiempo intentando ir a jugar y encontrando la pista cerrada, pero yo, que no tengo buenas intenciones, no puedo dejar de destacar que la palabra llave está subrayada y “en el bar” también, que parece menos importante pe...
Comentarios
Publicar un comentario